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Bitácora de Spotify

Publicado: 2021-12-20

Era necesario un giro de timón. Dejar las manías, la obsesión por el detalle. En algún punto, ya empezaba a no disfrutarlo. Entonces, ¿quizás algo tan simple como elegir canciones en Spotify me puede ayudar a combatir un patrón de conducta? Quiero pensar que sí.

El afán por que las cosas estén bajo control. No creo que sea algo negativo en esencia (es decir, ¿quién no quisiera que nada se le escapara de las manos?), pero sí es verdad que por momentos puede bloquearnos, impedirnos ciertas experiencias; y caer en cuenta de ello ha sido un ejercicio más bien reciente para mí.

Puede parecer insignificante, pero el último episodio relacionado a esto se llama Spotify. O, para ser más preciso: decirle adiós a almacenar música en digital y aceptar lo que ofrece Spotify. Las siguientes líneas serán, entonces, un pequeño recorrido por ese proceso. No se trata aquí de gustos ni de subjetividades, pero quizás a alguien le haga bien encontrarse con una experiencia así, de dejar que las cosas solo sucedan. O de empezar a intentarlo. Ahí vamos.

Foto: Felipe Pelaquim

► Amo la música. Amo escuchar discos. Amo descubrir una canción y encontrar en ella algún timbre o algún subtexto que me vuele la cabeza. La música me acompaña, me explica, me abraza.

► Siendo adolescente, juntaba dinero para poder comprarme discos. Llegar a casa, colocar el CD, escucharlo, zambullirme en el booklet: caer fascinado. El arribo de una computadora no detuvo mi afán; por el contrario, impulsó el crecimiento de material también en ella, fuera con el copiado de los álbumes en físico a manera de backup, o con el descubrimiento de novedades a través de los blogs de descarga. Todo era bienvenido. Una pequeña colección que se empezaba a nutrir, y que no paró hasta hace muy poco.

► Todo aquello se intensificó con los años, y continuó aun con la aparición de las plataformas de streaming, tan fulgurantes por su promesa de un amplísimo catálogo, pero también asépticas y carentes de cierto encanto y romanticismo. Además, depender de una conexión a Internet para algo tan natural como escuchar música no parecía la mejor de las ideas. Es posible que mi generación sea el punto de quiebre entre lo concreto (el disco, incluso el archivo en PC) y la infinita posibilidad de lo intangible (el streaming). Y, como en toda transición, surgen los desencuentros.

► Pero la parafernalia por almacenar archivos digitales tuvo (tiene) una gran razón de ser, y es algo que ameritaría comentarse, aunque no sea ningún descubrimiento: las plataformas no abarcan realmente toda la producción de los artistas. Desde luego, nadie espera encontrar bootlegs, pero la verdad sea dicha: no está bien que la obra de un músico no se encuentre completa por cuestiones netamente administrativas. La discografía de Charly García ya no es suya: son los discos que publicó EMI, o Universal, o Sony; pero, ¿dónde quedan aquellos otros trabajos editados de forma independiente?, ¿son menos relevantes por no llevar el nombre de una compañía discográfica? Y esta es una de tantas problemáticas. La obra debe ser del artista, no de quien la comercializa.

► Entonces, la justicia poética. Copiar los discos a mp3, o conseguir los inconseguibles vía web. Y sí, por supuesto: el mp3 de 320 kbps (nunca tuve fetiche por los .wav). Instalar iTunes en la computadora únicamente porque permite colocar la portada en la metadata del archivo. Ordenar correctamente las canciones por álbum, y estos según su fecha de lanzamiento. Enumerar las carpetas de los discos. Carpetas por cada artista. Revisar que no existan duplicados. Realizar backups periódicamente. Considerar una sección (propia para cada músico) a fin de incluir singles, colaboraciones, rarezas, duetos, inéditos y demás ítems que pudieran figurar por fuera de lo que ponderamos como una discografía oficial.

► Un engranaje fino, que fue puliéndose con el tiempo y encontrando mayores recursos: hasta hace poco, un software me permitía descargar material desde Deezer en muy alta calidad. Aproveché dicha herramienta al máximo a fin de engrosar mi ya nutrido rejunte musical. Complacido con mi camino a contracorriente, lejos de los formatos impuestos. Ahora me da ternura, pero sí que me lo tomé en serio: en mi último recuento, descubrí que tenía 92 GB de música en mi computadora. Una locura.

► En paralelo a esto, la necesidad de tener la música conmigo se hizo también movimiento. Curiosamente, nunca tuve iPod ni reproductor mp3 (solo una corta temporada con un discman), pero recuerdo muy vivamente una escena que parece ahora tan primitiva: apuntar el micrófono de un celular Sony Ericsson a los parlantes del equipo, grabar un tema y escucharlo mil veces en los audífonos. Un ejercicio de amor platónico que decantó, luego, en las memorias microSD y su gran capacidad de almacenamiento. Llegué a tener cerca de 20 GB de música en una de ellas para poder transportarme adonde quisiera.

► Más de 10 años. Dedicación, exclusividad. Obstinación. Por un lado, me divertí mucho y me sentí muy bien en ese plan casi quijotesco, orgulloso de mi lucha ante molinos de viento (que, como tales, creo que solo existían para mí). Pero luego empezó a pesar, a hacerse un círculo vicioso. Llegaban más artistas y más material de mi interés, a la vez que el tiempo que podía dedicar a esto se recortaba, porque así sucede. Y entonces, lo que comenzó como un placer (y como una decisión principista, también, si cabe el extremo) terminó siendo una pequeña tortura. Una condena autoimpuesta. Una práctica torpe hecha rutina, que fue perdiendo su gracia hasta casi evaporarse en la repetición.

► En algún momento hay que parar. No está mal repensar, cuestionarse. Preguntarse si aquello que estuvimos haciendo durante tanto tiempo es lo que realmente buscamos o queremos. Si acaso no estamos solo dando vueltas sobre el mismo punto, ya sin ilusión, por inercia. No se puede tener todo bajo control y esperar que las cosas ocurran tal cual lo esperamos. No creo haber estado precisamente equivocado, pero sí creo que se me movió el foco. Al final, la música es la misma, y las canciones no cambian como tampoco lo hace su significado en nosotros. Y ninguna medallita de terquedad brilla lo suficiente como para permitirse empantanarse.

Foto: Charles Deluvio

Spotify. Puede parecer tonto, pero quiero pensar que estoy encarando un tema importante a través de algo hermoso y noble como la música. Dejar que las cosas sean como pueden ser, con sus puntos buenos y malos. Aprender a no dominar todo. Que tal vez no estamos siempre en el camino correcto. O tal vez sí, pero que tampoco aquello es trascendental. Permitirse vivir incluso dentro de lo que nos incomoda, porque no está en nuestras manos cambiarlo, y aceptarlo así. Un ejercicio, un aprendizaje en desarrollo constante.

Una playlist general: “Tus me gusta”. Otra para salir en bicicleta y escuchar canciones que me tiren buena energía. Una selección de artistas en seguimiento, esperando que en algún momento se implemente una opción para la reproducción aleatoria de todos los músicos a los que uno ha marcado como favorito (Windows Media Player, te extrañaré).

Hay una sensación de alivio rondando por el aire. De satisfacción. Esa sonrisa leve que parece fuera de contexto, pero cuya razón empieza a echar raíces por dentro.

Adiós querida microSD, adiós carpetas en el disco duro. Adiós backups en memorias externas, adiós backups en Google Drive. Gracias por tanto.

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* Imagen de portada: Fixelgraphy.


Escrito por

Roberto Renzo

Lima, 1992. Cantante de causas perdidas | https://linktr.ee/robertorenzo


Publicado en

En estéreo

Roberto Renzo. Más allá de las canciones, la música tiene mucho para decirnos.