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Desprejuiciados son los que vendrán

Publicado: 2022-08-25

Ninguna música es sinónimo de nada. Ya es momento de sacarse las ideas preconcebidas de encima y simplemente disfrutar las canciones que nos gustan, que nos suman, que nos hacen bien. Lo demás: un juego de apariencias.

No siempre entendí el valor que podía tener cualquier tipo de música. Es decir, creo que como todos, he pasado por etapas —adolescentes, radicales— de mucho sectarismo, pensando que lo único bueno era lo que yo escuchaba, invalidando las dinámicas personales de los demás. Una actitud egoísta, desde luego.

Hoy, creo que eso no existe más, y es correcto que así sea. Es necesario que así sea. Urgente.

Porque estamos en un mundo totalmente polarizado, donde todo parece reducirse a blanco o negro, ignorando que la vida real transcurre en una infinita escala de grises (o, mejor aún: en una infinita gama de colores) donde cada cosa puede ser vista desde diferentes ópticas. Entonces, no podemos ubicar enemigos por una nimiedad como los gustos musicales. Vamos, es 2022, no debería ser necesario aclararlo.

Pero, tal vez, estoy equivocando el enfoque. No se trata exactamente de gustos musicales. La materia subjetiva del gusto está conformada por la experiencia de vida de cada uno y ese es un tópico insondable. De lo que quiero hablar es de la validación que damos a las músicas en general. De lo radicales que podemos llegar a ser. Del pantano que creamos cuando nos dedicamos a armar juicios de valor (que creemos aplicables a todos) en base a lo que nosotros consideramos correcto. Y de cómo, tontamente, negamos el disfrute tanto propio como ajeno.

(Me encanta pensar que, aunque estoy escribiendo sobre lo musical, estas ideas son transversales a cualquier ámbito.)

Foto: Facebook de Telebit

Porque vivimos rodeados de prejuicios en torno a la música. Porque si suena cumbia en algún lugar, rápidamente se le asocia al consumo de licor. O si se trata de rap, se piensa en marginalidad. Reggaeton: hipersexualización. Jazz, clásica: snobismo. Reggae: drogas. Baladas: cursilería.

Mil y un premisas, cada cual más absurda y vacía que la otra. Para entender mejor el escenario, le ponemos cadenas a uno de los pocos signos de la libertad que tenemos: la música. Es increíble: incluso en ella, nos manejamos por estereotipos, hacia nosotros y hacia los demás. Porque vemos uno, dos representantes —que no nos gustan— de algo, y entonces ese algo se convierte instantáneamente en demonizable. Convertimos nuestras valoraciones en dogmas.

Recuerdo mucho la colaboración entre Lady Gaga y Metallica, allá por el 2017, y los comentarios divididos entre la negación del talento musical de ella y la supuesta traición al género (?) por parte del grupo. O, si ponemos el foco en nuestro país, las risas y silbidos (propios de la sociedad cucufata que seguimos siendo) cuando Daniel F cantó parte de una canción de Ricky Martin luego de que este anunciara su homosexualidad.

La policía de lo correcto —de “lo que es bueno”, “lo que merece ser escuchado”— establece parámetros rígidos para algo tan libre y hermoso como la música. Jueces que la utilizan casi como una excusa para, muchas veces, solapar diversas taras que nos atraviesan como sociedad: discriminación, clasismo, desprecio. Sin embargo, no siempre son fáciles de identificar. También pueden disfrazarse de medio de comunicación cool, pero seguir alimentando actitudes separatistas que, en la práctica, afectan a la música que dicen defender.

En todo caso, es bueno saber que los menos interesados en esas divisiones infantiles parecen ser los propios músicos, quienes se permiten disfrutar de esas experiencias sin cuestionarlas demasiado. Y me animaría a pensar que esa apertura se está trasladando finalmente a nosotros, los escuchas. Acaso en esa dirección estamos, y puede que, por ejemplo, los festivales —con las grandes tareas pendientes que aún tienen— sean un buen reflejo de ello.

No hay nada más valioso que vivir en libertad y ella se fortalece con nuestra propia visión del mundo y, dentro de ese gran abanico de miradas, las filiaciones estéticas de cada quien deben ser igualmente respetadas. Nadie es más o menos por sus orientaciones musicales, no podemos haber llegado a ese nivel de discusión. Y nadie tiene derecho a decidir qué se debe escuchar y qué no. Hay enemigos en serio a los cuales enfrentar y no son precisamente aquellos que no coinciden en ello con nosotros.

Porque, como en toda industria, es cierto también que hay lados del prisma que no se pueden obviar. Entonces, me es inevitable asumir una postura contraria a dos cuestiones que siento importantes.

Por un lado, me desilusiona cuando un artista —de mi agrado o no— toma ciertos caminos basado únicamente en estrategias de marketing: featurings, colaboraciones con marcas, adopción de géneros musicales. Entiendo, desde luego, la importancia del negocio, pero siempre esperaré algo más y diferente de un artista. Que no venda su ideal. Que no trance. Que no se convierta en una mercancía.

Y, de otro lado, todo músico que establezca un mensaje violento queda para mí totalmente relegado. Y la violencia asume mil formas: la legitimación que ofrecen los narcocorridos, la narrativa mayoritariamente misógina y machista dentro del reggaeton, las tramas delictivas que se refuerzan desde algunos movimientos urbanos, o las posturas abiertamente fascistas de grupos de metal (en Europa, por ejemplo).

Por supuesto, ninguno de estos planteamientos está signado en la música en sí, sino en cómo se establecen posiciones a través de ella. Si lo resumimos: no se trata de las notas cifradas en un pentagrama, sino de los artistas. De sus decisiones.

Y en cualquiera de los casos, naturalmente, no tendría yo ninguna autoridad para sentenciar nada (el eterno dilema de la censura en el arte y la separación obra/artista). Sin embargo, son formas que no deseo dentro de mi panorama musical y a las que considero más como parte de fenómenos socioculturales que bien se podrían estudiar.

Foto: Twitter de El Grito

Creo que, en medio de todas estas ideas, se puede empezar a clarificar ciertas interrogantes que muchos nos hemos planteado en algún momento: ¿qué es la buena música?, ¿existe la mala música?

Mi respuesta, hoy, me permite dejar en el olvido ambas cuestiones: no. Elijo negar la existencia de un ecosistema que dictamine —como si de una ley se tratase— los principios que rigen a la buena música y la diferencian de la otra, la mala. Filosofía barata. Nada de eso sirve, es efectismo. Porque las experiencias personales son más valiosas que cualquier intento de establecer doctrinas.

Porque elegimos escuchar música que nos representa. Cuando damos play a ese tema, no desplegamos un listado para chequear si cumple con nuestros requisitos de validación. Porque cuando estamos pensando en tal absurdo, la canción ya hizo su trabajo y nos descubrió en algo que nos hizo emocionar de una manera nueva, diferente. Y eso no está escrito ni sentenciado en ningún lado. Y eso es lo hermoso. Y es por eso que puedes sentirte tan bien disfrutando una salsa o un tema de rock progresivo en una misma playlist. Necesitamos que así sea. Por la música.

Y porque nos hace bien, tan simple como eso.


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Si eres autora/autor de la foto principal, házmelo saber para agregar el crédito correspondiente. Y felicidades por tan buena toma. Gracias.


Escrito por

Roberto Renzo

Lima, 1992. Cantante de causas perdidas | https://linktr.ee/robertorenzo


Publicado en

En estéreo

Roberto Renzo. Más allá de las canciones, la música tiene mucho para decirnos.