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Ese chico que se emociona por abrir un disco

Publicado: 2024-04-02

Coger un disco, romper el empaque, abrirlo, sacar el booklet, leer las letras: a veces le llamamos magia.

Lamento haberle mentido a mi padre. Porque entiendo, ahora, el sacrificio que le representaba darme todos los días una cantidad de dinero para mis gastos durante los últimos dos años de mi etapa escolar. Dinero que yo fingía utilizar para el transporte o comida necesarios, pero que en realidad guardaba celosamente para, aproximadamente cada quincena, hacerme de algún preciado disco. En mi increíble cinismo (y con su bendita benevolencia, vamos a decirlo), argumentaba que esas compras eran el resultado de unas exitosas clases de guitarra a mis compañeros en los recreos del Domingo Savio. Qué sinvergüenza.

Pero había algo en mí que no podía negar: en mi relación con la música, disfrutaba sobremanera el hecho de tener un CD entre las manos. Lo que antes podía ser solo un USB con archivos de audio, se convertía en aquel objeto lleno de vida, con una estética, con una intención. Tener en físico —en la realidad— el arte de tapa, el booklet con las letras, los créditos, el aroma de la tinta. Por supuesto, pesaba también un afán completista, un tanto obseso: podía comprar discos que no había escuchado, o que incluso no eran mis favoritos, porque cómo no iba a tener otro discos de Spinetta o de Charly. Pero, ah, esa hermosa sensación allí conmigo.

Todos los sábados, mi plan era pasar por algún local de Phantom, la tienda que predominaba en la venta de música. (No conocí Galerías Brasil o Quilca sino hasta mucho después, no quiero pensar en todo el material que podría haber encontrado allí en su momento). En ocasiones no me llevaba nada, pero llegaba con mi mejor cara de comprador experimentado (pensando que me creían) y pedía escuchar uno o dos discos para ver con cuál me quedo. En el fondo, yo quería llevarme los dos, o tres, o todos. Pero mi billetera no pensaba lo mismo y yo me escudaba en mentiras que iba perfeccionando con el tiempo: es que estoy buscando una edición que es diferente a esta, creo; gracias de todos modos.

Así conocí a vendedores de quienes me hice amigo. Me dejaban estar un buen rato en la tienda, mirando y mirando discos por horas, sacándolos de su empaque sellado solo para verlos por dentro. Si estaban libres, me recomendaban alguno y me llevaban adonde estaba el equipo para poder escucharlo. Digamos que era la vida pre Twitter, en donde unos adultos y un adolescente tenían un tema de conversación en serio. Algunas veces reservaban los discos que quería comprar, aun cuando no tuviera todavía la totalidad del dinero, porque habría odiado volver la semana siguiente y que alguien más se hubiera llevado el álbum que yo quería. Alguien que no lo disfrutaría tanto como yo, por supuesto. (Sebastián, Ysrael: gracias).

Pasaba también por Rivasmar, un amplísimo local en Miraflores que destacaba por su merchandising de bandas de rock en inglés, pero que a mí me maravillaba por tener ediciones inconseguibles de música argentina: Calamaro, Serú Girán, Fito Páez, Los Abuelos de la Nada. Allí, en un rapto de locura, revendí algunos de mis discos para conseguir un multiefectos para mi guitarra. Y sí, tiempo después, busqué y compré nuevamente algunos de ellos, los necesitaba.

Por esos años, recuerdo conseguir discos que resultaban casi inhallables: muchos de la obra de Spinetta ("Fuego gris", "Para los árboles"), de Charly (el vivo de Casandra Lange o del regreso de Sui Generis). También ediciones especiales (material promocional, boxsets, reediciones con DVD); la aventura de las primeras compras por internet, con una extraña confianza en el servicio postal peruano. La eterna manía de conseguir, en la medida de lo posible, primeras ediciones; y que sean del país de origen de los artistas, únicamente porque el material del packaging era de mejor calidad. La satisfacción de saber que tenía esos discos en casa. Un CD como la muestra perfecta, portátil y duradera de la búsqueda de sensaciones a través de la música.

Y hasta hoy, más de quince años después, la misma ilusión. Con el tiempo, el afán de conseguir discos no solo se mantuvo: se fortaleció. Ampliando amistades, descubriendo nueva música, teniendo ya mis propios ingresos. No soy un comprador compulsivo ni mucho menos (de hecho, soy muy selectivo con los artistas de los cuales tengo CDs), pero cada tanto alguno llama mi atención y renueva en mí ese anhelo adolescente: no todos los días se lanza algo como el "Now and then" de los Beatles. (A veces veo discos en venta que ya tengo —sobre todo por Facebook—, pero que volvería a comprar solo por vivir nuevamente esa experiencia).

Y me pregunto qué habrá en el fondo de todo esto. Quiero decir, qué carencias estaré tapando (si acaso), qué análisis ensombrecería mi afán romántico. Yo prefiero vivir la ilusión (en parte ficticia, en parte real) de tener junto a mí un poco del sentir de alguien a quien admiro. Un músico que puede poner en palabras sentimientos a veces tan complejos; qué envidia. Cómo no abrazarlo, cómo no dejarse abrazar.

Ahora que conseguir un disco parece una actividad anacrónica, que tal vez ni reproductores se consigan ya, que la especificidad del vinilo ha capturado el interés del público (o del inmenso negocio de la nostalgia); me alegra saber que sigo siendo ese chico que se emociona por abrir un disco, que las obligaciones de ser un adulto mínimamente funcional no han ido en desmedro de esa ilusión. Que aún estoy a salvo.


Escrito por

Roberto Renzo

Lima, 1992. Cantante de causas perdidas | https://linktr.ee/robertorenzo


Publicado en

En estéreo

Roberto Renzo. Más allá de las canciones, la música tiene mucho para decirnos.